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LA MISION
Cristina Martínez
Portada
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Angélica
había ido a sentarse en un rincón medianamente apartado del amplio salón.
Los
murmullos incesantes de la gente y el aire enrarecido por el denso aroma de las
flores
la mareaban.
Miró
a través de un hueco abierto entre la multitud, los rostros enrojecidos de los
deudos,
flanqueando el ataúd rodeado de coronas y palmas, engalanadas con moños
de colores, que llevaban impresos los nombres de los familiares más cercanos, en letras
doradas.
Sobre
la puerta del pequeño habitáculo, un enorme arreglo floral ostentando la razón
social
de la empresa donde ambas trabajaban, y uno más pequeño, que decía: -
"Seguiremos
siendo amigas hasta que la muerte nos vuelva a reunir. Angélica."-
La
cruz apostada sobre la cabecera del féretro teñía el rostro de Claudia de un
tenue
color azul.
Se
le nubló la vista. Dos gruesas lágrimas
opacaban sus ojos, negándose a
abandonarlos.Â
Pestañeó
un par de veces y pudo sentir la humedad sobre sus mejillas.
-"La
muerte siempre se lleva lo que más amo... - se dijo - No sé por qué no me
lleva
a
mí también, si estoy sola en el mundo."-
Angélica
tenía cuarenta y dos años. Vivió
sola desde antes de lo que pudiera
recordar.Â
Sus padres habían fallecido en un accidente poco después de que ella naciera,
y su único hermano se había suicidado luego de un confuso episodio.
Félix
se acercó lentamente y se sentó a su lado, rescatándola de sus tristes
pensamientos. Ella lo miró, esbozando una pálida sonrisa, sin pronunciar
palabra.Â
El
amagó tomarle la mano, pero volvió a apoyarla sobre su rodilla y, simplemente,
le preguntó: -"La querías mucho ¿Verdad?" -
Angélica
movió la cabeza con gesto afirmativo y
agregó: -"Era la persona más
importante
de mi vida. Siempre fuimos muy buenas amigas, pero lo paradójico de todo
esto es perderla justo cuando empezaba a sentir como si Claudia fuera parte de
mí misma.
No
sé por qué la muerte no me lleva a mí..." - Volvió a repetir.
-"No
digas eso. Todo tiene una razón de
ser en esta vida. ¿No escuchaste nunca
decir
que cada uno tiene una misión que cumplir?" - le dijo Félix.
-"Sí.
-contestó ella - Pero creo que yo todavía no descubrí cual es la mía.Â
Evidentemente,
no nací para ser esposa y madre, porque si a esta edad todavía no me
casé,
no creo que lo haga. Ni siquiera
sirvo para cuidar mascotas.
Cuando
era chiquita, el matrimonio que se había hecho cargo de mí después de que
murieron
mis padres y mi hermano, me regaló un cachorrito.
Al principio, mucho no me gustaba, porque se había orinado sobre mi muñeca
favorita
y había destrozado a mordizcones mis zapatos nuevos.Â
Pero después me
encariñé
con él tanto, tanto, que sentía que lo amaba como nunca había amado a
nadie
hasta ese momento. Un día me lo llevé a dormir a la cama conmigo.Â
Cuando
desperté,
lo llamé durante un largo rato sin que me respondiera.Â
Al levantarme, noté
que
había metido la cabecita debajo de la almohada y yo lo había asfixiado al
apoyar
la
mía sobre él mientras dormía..." -
-"Esas
son fatalidades... - trató de consolarla su compañero de trabajo - pero eso no
quiere
decir que no puedas enamorarte el día de mañana y ser feliz."-
-"Ay,
Félix, si yo te contara...! - comenzó a explicarle Angélica - Hace cinco años
que estoy enamorada del hombre más maravilloso del mundo: es cortés,
generoso,
simpático, inteligente...
El único pequeño "inconveniente" es que no me ama.Â
Soy una más entre el montón
de personas que trata a diario.Â
A veces, cuando se acerca a mí y me mira con esa
dulzura tan particular en él, siento como si quisiera decirme algo y no se
animara.Â
Pero cuando
lo veo conversar con otras mujeres, me doy cuenta de que es solo mi imaginación."-
Félix la miró con "esa dulzura tan particular" de la que hablaba Angélica
y los ojos
de ella se iluminaron como siempre. El sintió que encajaba perfectamente dentro
de
la descripción que acababa de escuchar.Â
Quiso hablarle de sus sentimientos, pero le
transpiraban las manos y le temblaba la voz.
Ese lugar... Era extraño, pero se sentía terriblemente atraído por Angélica
en el atardecer de ese jueves primero de noviembre.
-"Hoy es mi cumpleaños. - le dijo ella con voz entrecortada - No me gustaría
estar
sola esta noche. ¿No aceptarías acompañarme hasta mi casa para tomar un café?"-
Félix asintió con la cabeza y le ofreció su brazo para que abandonaran juntos
el
velatorio.
Caminaron en silencio durante algunas cuadras y se detuvieron ante un edificio
de paredes de mármol negro y
granito.
Angélica se inclinó para buscar las llaves dentro de su cartera y sus senos
pequeños
y blancos asomaron tímidamente por el borde del escote.
Su compañero sintió que hasta la última gota de su sangre se revolvía en su
interior
y, sin pensarlo, deslizó su mano por debajo del vestido, llenándose con el
placer que
le provocaba el contacto con su piel.
De repente, lo sacudió un escalofrío.Â
Recuperando la cordura, pasó el brazo sobre el hombro de Angélica y, estrechándola contra sí le dijo: -"�Estás helada!
¿Por qué no subimos a tomar ese cafecito que me prometiste, así entrás en calor?"-
-"Sí, Félix, subamos, pero yo siempre estoy helada, aunque no tenga frio.Â
Debe ser
la mala circulación de la sangre..." - Le respondió ella mientras lo
conducía hasta su
departamento.
El la observaba desde la penumbra del living, moverse grácilmente de un extremo
a
otro
de la cocina.
La luz dejaba entrever el contorno de su cuerpo a través de la gasa de su
vestido
negro.
Su piel transparente, sus cabellos casi blancos, de tan rubios y esos ojos tan profundos que parecían no tener fin, lo excitaban hasta llevarlo al borde de la
locura...
Lamió el labial índigo de su boca hasta comérselo por completo, besó cada
rincón,
sintió cada espacio, penetró en cada uno de sus lugares secretos, hasta el
delirio...
Luego de hacerle el amor incontables veces con desesperación, se durmió entre
los
brazos de su amada diciendo: -" Ahora siento que tú y yo somos una misma persona."-Â
Y
jamás volvió a despertar.
Al
amanecer, Angélica bañó su cuerpo con frías lágrimas, mientras repetía
su ruego
una y otra vez:
-"¿Por qué no me llevas a mí, Muerte, en lugar de arrebatarme todo lo
que amo?"-
Los meses pasaron y en su vientre floreció la vida.Â
Renació en ella la esperanza de
reencontrarse con su gran amor, a través de su hijo.
Tejió escarpines y bordó batitas con punto de cruz.Â
Compró un enorme canasto de mimbre y lo forró con raso color celeste, cubriéndolo de moños y
volados.
Leyó miles de libros sobre puericultura y comenzó a interesarse por esos
programas
de medicina pediátrica que nunca había querido ver.
Era, definitivamente, otra mujer. Una
mujer nueva que abrigaba la ilusión de ver, por fin, el rostro de la
felicidad.
Sentada en un sillón del comedor, imaginaba a su hijo mientras redactaba
interminables listas de nombres en un papel. Hasta que, finalmente, llegó el momento en que estuvo con él frente a
frente: blanco,
casi etéreo, transparente, de tan rubio y con la misma dulzura tan particular
de su
padre, en la mirada.
Angélica sentía que lo amaba con todo su corazón.Â
Lo oprimió contra su pecho y, al
apartarlo, observó que el rostro de su hijo se iluminaba con una amorosa
sonrisa.
Abrió sus enormes ojos infinitos y en ellos se reflejó completo el cuerpecito
tibio del
bebé.Â
Un estertor lo sacudió y en décimas de segundo, sus ojitos se volvieron
hacia
atrás, manifestando que la vida había huído lejos de él.
Soltando el cuerpo inerte sobre la cama, se arrojó al suelo mientras su
garganta se
estremecía en un grito desesperado: -"��Muerte, maldita!!! ¿Por qué no
me llevas a mí?" -
El llanto brotó, incontenible, mientras Angélica se arrastraba hasta el baño
y se abría
las venas delante del espejo.
De la imagen reflejada surgió una sonora carcajada.
La sangre que manaba de sus venas se secaba sin llegar a humedecer siquiera sus
muñecas.
Entonces
observó con detenimiento su piel transparente, de tan blanca, su rostro
lánguido,
sus labios índigos, su cuerpo esbelto siempre joven, siempre frio...
Tomó
el cadáver de su hijo y lo estrechó fuertemente contra sí.
En
un flash se presentaron ante su vista cada uno de los sucesos de su vida, por
llamarla
de algún modo...
Un
par de lágrimas frías se deslizaron por sus mejillas.
Acababa
de descubrir cuál era su misión.Â
Acababa de descubrir quién era...
      Â

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