SIN TITULO

Rafael Angel Marañon

(De su libro: El Hombre ante la Prueba)

 

El hombre vulgar y de mente espesa no atiende a razones ni es capaz de

razonar. Vive y muere como los animales irracionales. Mira, pero no vé.

No vive en paz, ni puede entender cómo el cristiano afronta con paz y

seguridad sus limitaciones y además las confiesa. Cómo acepta tersamente sus

errores y el hecho de que sus aspiraciones de toda índole sean tan elevadas

y la realidad aparente y los resultados tan insignificantes. La facilidad

con que vuelve a empezar tras un fracaso y la serena aceptación de éste.

Acepta lo que todos rechazan, como es la transitoriedad

y fugacidad de la vida; el que una vez él desaparezca de esta vida todo

seguirá igual, como si él no hubiese existido ni pasado por ella. Que las

nuevas generaciones pongan su nombre en olvido y no le conozcan. El ser uno

más en la vida, sin aspiraciones ni arrogancias.

En que sus convicciones, que a él tanto le motivan, sean desconocidas o

despreciadas cuando no objeto de burla por parte de las gentes que le

rodean. Su soledad de hombre de fe en la insignificancia, en la debilidad,

en las tentaciones. En ser tan rico en su espíritu y pasar por anodino y

extraviado. En su buena disposición hacia todos, encontrando esta actitud

las respuestas más desagradecidas.

La gente siente pánico por la sola mención de su muerte, y no entiende la

actitud serena y desafiante del hombre equilibrado ante este acontecer

inevitable. No entiende la aceptación mansa de la desgracia, el desprecio,

la lucha sorda y anónima, desconocida o ignorada voluntariamente por los

mundanos. La vida, en fin, de quien se abstiene alegre y voluntariamente de

tantas cosas que para el incrédulo son tan imprescindibles.

La ausencia de angustia en su vida, la mansedumbre con que

contemplan que otros sin escrúpulos quieran echarles de lado en sus trabajos

a codazos y zancadillas. Su sosiego y paz ante la murmuración calumniosa. El

reconocimiento franco y espontáneo de una equivocación, etc. El hombre

vulgar no lo entiende. No puede entenderlo.

Esta mentalidad así expuesta puede parecer a los incrédulos muy

excluyente o demasiado dogmática. Acostumbrados a la «verdad relativa», al

debate y a la casuística no pueden entender ni asimilar la simplicísima

rotundidad de la fe ni la seguridad con que el creyente vive su elección,

llamamiento y completa salvación y redención.

«¿Es que sois superiores?», dicen agraviados por estas conductas

tan insólitas para algunos. «¿En qué se diferencia un cristiano de nosotros?

¿Tal vez debemos pensar que de su naturaleza humana emanan mejores

sentimientos o más deseos de hacer el bien? ¿Acaso una ética arcana y

misteriosa?» Contestamos..No; no es así. Un hombre es igual a otro

genéricamente, como hombre natural. La diferencia esencial e insalvable

entre ambos, cristiano e incrédulo, es que el primero tiene su confianza

puesta en Dios. Ésa es su inteligencia y su distinción. El hombre

corriente -que no, normal- confía en sí mismo, que es confiar en nada.

Nuestra suficiencia proviene de Dios que nos reconcilió consigo mismo.

Ese es nuestro honor, nuestra excelencia, nuestra seguridad y todo lo que

hay de bien en nosotros. No necesitamos nada más. La buena obra adorna y

confirma nuestra vocación y elección.  En Dios solamente se aquieta nuestra

alma. ¡Ay del que confía en otra roca, en otro brazo, en otro poder de

salvación! Somos de Dios y basta.  En el terreno material somos personas

como tantas otras. En algunos casos menos inteligentes, menos importantes y

hasta parecer que menos altruistas, pero viviendo en el Espíritu.

Los errores del pasado no nos angustian. Han sido borrados para siempre

por la fe. Hemos extirpado el recuerdo de aquel negocio que emprendimos y

fracasó. Aquella aventura que nos pudo costar la vida, aquella decisión que

tanto daño hizo o pudo hacer. Toda rememoración del pasado que los demás

puedan hacer con amargura o decepción es frustrante y dolorosa. Fuera, pues,

con ella; no va con nosotros.

Cuántas veces nos hemos dicho interiormente: «¡No debí contestar así a mi

padre en aquella ocasión!» «No debí reírme de las aprensiones de mi madre

por la enfermedad o el porvenir de sus hijos!»

Si volvemos la vista atrás y no aprendemos a asumir estos hechos como Dios

los ha asumido y utilizado como Él sabe, siempre tendremos que llevar dos

cruces sobre nuestras espaldas. Las que nos carga la realidad presente y

circundante y la interior, que no hemos querido abandonar en las manos de

Dios.

Como náufragos aterrados nos negamos a dejar la frágil tabla en la

que precariamente nos sostenemos en medio de la terrible tempestad de la

vida y no podemos alcanzar la fuerte y a la vez tierna mano que Jesús nos

tiende desde su magnífico poder.

Soltemos de una vez el vil tablón, y subamos a la seguridad y al

cuidado de nuestro Padre celestial, junto al cual no hay inseguridad que nos

agite. No sólo nos sacará del naufragio, sino que nos lavará y secará, nos

dará vestidos limpios y nos elevará a su banquete celestial y perpetuo donde

no caben el temor ni la incertidumbre. Sólo alegría, reposo y paz.

Nuestros padres perdonaron ya en su tiempo. Somos seres falibles y

nos equivocamos. Antes y ahora. ¿Y qué? Ya todo pasó y Dios levanta la carga

de las espaldas de los suyos y les hace reposar en su seno amoroso y cálido.

Nunca hemos de volver la vista atrás si no es para aprender de los

errores para corregimos. Pero en paz.

«Tú guardarás en perfecta paz a aquel cuyo pensamiento en ti

persevera; porque en ti ha confiado»Â  Y «El guarda las almas de los suyos».

¿Aquellas experiencias nos enseñaron? ¡Alabado sea Dios! Quizá ocurrieron

para eso. Aprendizaje sí, pero con la paz que proporciona el arrepentimiento

sincero.

Descárgate de una vez y glorifica a Dios que lo hace posible. Bendice

la memoria y la vida de tus padres. Recuérdales siempre en lo más positivo,

y vive en paz.

Seguro que ellos, despojados de prejuicios y pasiones humanas es lo

que desearían. Rindámosles el homenaje de un emocionado recuerdo y vivamos

en paz, tal como deseamos que vivan nuestros propios hijos.

Mi padre no fue un hombre perfecto. Era hombre entre hombres, fuerte,

varonil, trabajador y lleno de cualidades... y defectos. Casi tenía tantos

como yo.

Siendo yo muy joven y no sintiéndome amado y comprendido, comencé a ver en

mi padre sólo los defectos y a ignorar las cualidades. Me sentí decepcionado

y elaboré en mi interior contra él un rencor y una hostilidad que en cierto

momento hizo casi imposible la convivencia entre nosotros.

Deseaba ardientemente marcharme de mi casa, donde realmente gozaba de un

excelente bienestar, mucho más meritorio por cuanto era tiempo de escasez.

Cada día me sentía más herido y resentido. No lo podía perdonar. Por fin

decidí abandonar mi casa y emigrar, pero como estaba en edad militar decidí

ingresar en el ejército como voluntario.

El día de mi marcha y a la hora de salir mi propósito era no despedirme de

él. Mi madre, a la que yo adoraba, me dijo suavemente: «Ve, y despídete de

tu padre» El era hombre orgulloso y hubiera permitido que me fuera sin hacer

un solo gesto. Era así.

Me acerqué a él y le di un beso con despego y por compromiso, para complacer

a mi madre. Él hizo lo mismo conmigo. En ese mismo acto, un ronquido, un

sollozo ahogado pero sonoro y desgarrado, impensable en él, surgió de su

garganta junto con un estremecimiento contenido. Fue breve y nos separamos

enseguida. Lo cierto es que me marché y durante el viaje a mi destino en el

ejército, en el destartalado tren que me llevaba lejos de mí casa, tuve

tiempo suficiente para entender el amor de mi padre y comprenderle

plenamente. Todo lo que anteriormente me decían de él para convencerme de

que me quería lo había despreciado y había reforzado aún más mi hostilidad

hacia él.

Pero aquel sollozo reprimido, y no por ello contenido totalmente, tan

sincero y real, me desarmó y cambió el rumbo de mi vida. Ya no deseaba sino

volver a verle. No me interesaba el ejército, la emigración, ni otra cosa

que sentirme junto a él.

Aquel sollozo... ¡ah, aquel sollozo! Un hombretón tan fuerte como una roca

no pudo reprimir, aunque yo sé bien que lo intentó con todas sus fuerzas,

aquella expresión de amor y de dolor.

Ahora bendigo a mi padre y cuando a solas pienso en él no puedo evitar las

lágrimas. ¡Bendito seas, padre mío, que supiste amarme tanto y tan

calladamente! Benditas tus bondades y llévese enhoramala el viento del

olvido tus defectos que, a fin de cuentas, son también los míos, los mismos

míos.

Ahora y desde entonces estoy reconciliado con mis padres y sólo pienso en

ellos para decir en mi recuerdo de amor: «Lo tenía que haber hecho mejor con

ellos en esta u otra ocasión». Pero ya pasó y todo está en manos de Dios.

¿Dónde mejor?

¡Gracias, Señor, por ello y por darme el consuelo de su recuerdo bendito y

amable! Gracias porque los tuve, y gracias por darme ocasión de perdonarme a

mí mismo mi equivocación. Él era así, y yo soy también como soy.

 

                     

 

 

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