(De su libro: El Hombre ante la Prueba)
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El hombre vulgar y de mente espesa no
atiende a razones ni es capaz de
razonar. Vive y muere como los animales
irracionales. Mira, pero no vé.
No vive en paz, ni puede entender cómo
el cristiano afronta con paz y
seguridad sus limitaciones y además
las confiesa. Cómo acepta tersamente sus
errores y el hecho de que sus
aspiraciones de toda índole sean tan elevadas
y la realidad aparente y los resultados
tan insignificantes. La facilidad
con que vuelve a empezar tras un
fracaso y la serena aceptación de éste.
Acepta lo que todos rechazan, como es
la transitoriedad
y fugacidad de la vida; el que una vez
él desaparezca de esta vida todo
seguirá igual, como si él no hubiese
existido ni pasado por ella. Que las
nuevas generaciones pongan su nombre en
olvido y no le conozcan. El ser uno
más en la vida, sin aspiraciones ni
arrogancias.
En que sus convicciones, que a él
tanto le motivan, sean desconocidas o
despreciadas cuando no objeto de burla
por parte de las gentes que le
rodean. Su soledad de hombre de fe en
la insignificancia, en la debilidad,
en las tentaciones. En ser tan rico en
su espíritu y pasar por anodino y
extraviado. En su buena disposición
hacia todos, encontrando esta actitud
las respuestas más desagradecidas.
La gente siente pánico por la sola
mención de su muerte, y no entiende la
actitud serena y desafiante del hombre
equilibrado ante este acontecer
inevitable. No entiende la aceptación
mansa de la desgracia, el desprecio,
la lucha sorda y anónima, desconocida
o ignorada voluntariamente por los
mundanos. La vida, en fin, de quien se
abstiene alegre y voluntariamente de
tantas cosas que para el incrédulo son
tan imprescindibles.
La ausencia de angustia en su vida, la
mansedumbre con que
contemplan que otros sin escrúpulos
quieran echarles de lado en sus trabajos
a codazos y zancadillas. Su sosiego y
paz ante la murmuración calumniosa. El
reconocimiento franco y espontáneo de
una equivocación, etc. El hombre
vulgar no lo entiende. No puede
entenderlo.
Esta mentalidad así expuesta puede
parecer a los incrédulos muy
excluyente o demasiado dogmática.
Acostumbrados a la «verdad relativa», al
debate y a la casuística no pueden
entender ni asimilar la simplicísima
rotundidad de la fe ni la seguridad con
que el creyente vive su elección,
llamamiento y completa salvación y
redención.
«¿Es que sois superiores?», dicen
agraviados por estas conductas
tan insólitas para algunos. «¿En qué
se diferencia un cristiano de nosotros?
¿Tal vez debemos pensar que de su
naturaleza humana emanan mejores
sentimientos o más deseos de hacer el
bien? ¿Acaso una ética arcana y
misteriosa?» Contestamos..No; no es así.
Un hombre es igual a otro
genéricamente, como hombre natural. La
diferencia esencial e insalvable
entre ambos, cristiano e incrédulo, es
que el primero tiene su confianza
puesta en Dios. Ésa es su inteligencia
y su distinción. El hombre
corriente -que no, normal- confía en sí
mismo, que es confiar en nada.
Nuestra suficiencia proviene de Dios
que nos reconcilió consigo mismo.
Ese es nuestro honor, nuestra
excelencia, nuestra seguridad y todo lo que
hay de bien en nosotros. No necesitamos
nada más. La buena obra adorna y
confirma nuestra vocación y elección.Â
En Dios solamente se aquieta nuestra
alma. ¡Ay del que confía en otra roca,
en otro brazo, en otro poder de
salvación! Somos de Dios y basta.Â
En el terreno material somos personas
como tantas otras. En algunos casos
menos inteligentes, menos importantes y
hasta parecer que menos altruistas,
pero viviendo en el Espíritu.
Los errores del pasado no nos angustian.
Han sido borrados para siempre
por la fe. Hemos extirpado el recuerdo
de aquel negocio que emprendimos y
fracasó. Aquella aventura que nos pudo
costar la vida, aquella decisión que
tanto daño hizo o pudo hacer. Toda
rememoración del pasado que los demás
puedan hacer con amargura o decepción
es frustrante y dolorosa. Fuera, pues,
con ella; no va con nosotros.
Cuántas veces nos hemos dicho
interiormente: «¡No debí contestar así a mi
padre en aquella ocasión!» «No debí
reírme de las aprensiones de mi madre
por la enfermedad o el porvenir de sus
hijos!»
Si volvemos la vista atrás y no
aprendemos a asumir estos hechos como Dios
los ha asumido y utilizado como Él
sabe, siempre tendremos que llevar dos
cruces sobre nuestras espaldas. Las que
nos carga la realidad presente y
circundante y la interior, que no hemos
querido abandonar en las manos de
Dios.
Como náufragos aterrados nos negamos a
dejar la frágil tabla en la
que precariamente nos sostenemos en
medio de la terrible tempestad de la
vida y no podemos alcanzar la fuerte y
a la vez tierna mano que Jesús nos
tiende desde su magnífico poder.
Soltemos de una vez el vil tablón, y
subamos a la seguridad y al
cuidado de nuestro Padre celestial,
junto al cual no hay inseguridad que nos
agite. No sólo nos sacará del
naufragio, sino que nos lavará y secará, nos
dará vestidos limpios y nos elevará a
su banquete celestial y perpetuo donde
no caben el temor ni la incertidumbre.
Sólo alegría, reposo y paz.
Nuestros padres perdonaron ya en su
tiempo. Somos seres falibles y
nos equivocamos. Antes y ahora. ¿Y qué?
Ya todo pasó y Dios levanta la carga
de las espaldas de los suyos y les hace
reposar en su seno amoroso y cálido.
Nunca hemos de volver la vista atrás
si no es para aprender de los
errores para corregimos. Pero en paz.
«Tú guardarás en perfecta paz a aquel cuyo
pensamiento en ti
persevera; porque en ti ha confiado»Â
Y «El guarda las almas de los suyos».
¿Aquellas experiencias nos enseñaron? ¡Alabado
sea Dios! Quizá ocurrieron
para eso. Aprendizaje sí, pero con la paz que
proporciona el arrepentimiento
sincero.
Descárgate de una vez y glorifica a Dios que lo
hace posible. Bendice
la memoria y la vida de tus padres. Recuérdales
siempre en lo más positivo,
y vive en paz.
Seguro que ellos, despojados de prejuicios y
pasiones humanas es lo
que desearían. Rindámosles el homenaje de un
emocionado recuerdo y vivamos
en paz, tal como deseamos que vivan nuestros propios
hijos.
Mi padre no fue un hombre perfecto. Era hombre entre
hombres, fuerte,
varonil, trabajador y lleno de cualidades... y
defectos. Casi tenía tantos
como yo.
Siendo yo muy joven y no sintiéndome amado y
comprendido, comencé a ver en
mi padre sólo los defectos y a ignorar las
cualidades. Me sentí decepcionado
y elaboré en mi interior contra él un rencor y una
hostilidad que en cierto
momento hizo casi imposible la convivencia entre
nosotros.
Deseaba ardientemente marcharme de mi casa, donde
realmente gozaba de un
excelente bienestar, mucho más meritorio por cuanto
era tiempo de escasez.
Cada día me sentía más herido y resentido. No lo
podía perdonar. Por fin
decidí abandonar mi casa y emigrar, pero como
estaba en edad militar decidí
ingresar en el ejército como voluntario.
El día de mi marcha y a la hora de salir mi propósito
era no despedirme de
él. Mi madre, a la que yo adoraba, me dijo
suavemente: «Ve, y despídete de
tu padre» El era hombre orgulloso y hubiera
permitido que me fuera sin hacer
un solo gesto. Era así.
Me acerqué a él y le di un beso con despego y por
compromiso, para complacer
a mi madre. Él hizo lo mismo conmigo. En ese mismo
acto, un ronquido, un
sollozo ahogado pero sonoro y desgarrado, impensable
en él, surgió de su
garganta junto con un estremecimiento contenido. Fue
breve y nos separamos
enseguida. Lo cierto es que me marché y durante el
viaje a mi destino en el
ejército, en el destartalado tren que me llevaba
lejos de mí casa, tuve
tiempo suficiente para entender el amor de mi padre
y comprenderle
plenamente. Todo lo que anteriormente me decían de
él para convencerme de
que me quería lo había despreciado y había
reforzado aún más mi hostilidad
hacia él.
Pero aquel sollozo reprimido, y no por ello
contenido totalmente, tan
sincero y real, me desarmó y cambió el rumbo de mi
vida. Ya no deseaba sino
volver a verle. No me interesaba el ejército, la
emigración, ni otra cosa
que sentirme junto a él.
Aquel sollozo... ¡ah, aquel sollozo! Un hombretón
tan fuerte como una roca
no pudo reprimir, aunque yo sé bien que lo intentó
con todas sus fuerzas,
aquella expresión de amor y de dolor.
Ahora bendigo a mi padre y cuando a solas pienso en
él no puedo evitar las
lágrimas. ¡Bendito seas, padre mío, que supiste
amarme tanto y tan
calladamente! Benditas tus bondades y llévese
enhoramala el viento del
olvido tus defectos que, a fin de cuentas, son también
los míos, los mismos
míos.
Ahora y desde entonces estoy reconciliado con mis
padres y sólo pienso en
ellos para decir en mi recuerdo de amor: «Lo tenía
que haber hecho mejor con
ellos en esta u otra ocasión». Pero ya pasó y
todo está en manos de Dios.
¿Dónde mejor?
¡Gracias, Señor, por ello y por darme el consuelo
de su recuerdo bendito y
amable! Gracias porque los tuve, y gracias por darme
ocasión de perdonarme a
mí mismo mi equivocación. Él era así, y yo soy
también como soy.
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